El Alto y Sublime habita con los humildes

El autor(a) Pastor Marcelo Solis, Graduado en la Universidad de Costa Rica.

Categoría: Sermones y Bosquejos

“Por que así dijo el Alto y Sublime, el que habita la eternidad, y cuyo nombre es el Santo: Yo habito en la altura y la santidad, y con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados” (Isaías 57:15).

En este pasaje Dios se adjudica correctamente cuatro nombres que demuestran su esencia de ser el que es.

  1. El Alto

  2. El Sublime

  3. El Eterno

  4. El Santo

Los nombres dados a Dios en la Biblia dicen cómo es Dios. Y lo dicen indudablemente mucho mejor que todos los comentarios que puedan hacerse de Su persona. Estos adjetivos nominales destacan un aspecto o virtud del mismo Dios.

Cuando de sí mismo se refiere a “el Alto” nos dice que Él es el “Dios Altísimo” (HB. El-Elión). Y cuando nos informa que Él es “el Sublime”, nos está queriendo dar a entender que Él es más grande, importante, único y Soberano Dios.

Es a través de las diversas formas de Su nombre que se expresan a la vez el carácter, la identidad, la voluntad, y los actos de Dios.

Añádase a esto, si Dios es “el que habita la eternidad”, Él es el “Dios Eterno” (HB. El-Olám). Esto no sólo significa que Dios haya existido siempre, y que siempre existirá. Quiere decir además que nuestras nociones del tiempo no le son aplicables. Por otra parte, no debiéramos por ello llegar a la conclusión de que el tiempo sea algo irreal o carente de importancia. Nuestros tiempos están en sus manos, y es a través de los cursos de los años que Él manifiesta Su obra (véase Habacuc 3:2). Dios permanece invariable; pero la creación y la redención consumadas en el tiempo dan un resultado que cuenta para la eternidad.

Dios es Santo. El término santo significa “separado, puesto a parte”. Dios se distingue radicalmente de los hombres pecadores. En el Antiguo Testamento, la santidad de Dios se hacía patente en la distancia que mantenía entre sí y los hombres. Sólo los sacerdotes podían ofrecer los sacrificios. El lugar Santísimo era accesible sólo al Sumo Sacerdote, una vez al año (Levítico 16:2).

Las víctimas debían ser intachables (Levítico 22:20). Estaba prohibido mirar al arca, y con mayor razón tocarla (1 Samuel 6:19). No se puede ver el rostro del Señor, y seguir viviendo (Éxodo 33:20). Esta santidad exterior debe ser ilustrada de la santidad moral de Dios, su horror hacia el pecado y su perfección hacia el bien. Exige la santidad de los adoradores (Levítico 19:2).

En el Nuevo Testamento, la santidad de Dios se manifiesta por la santidad perfecta del Señor Jesucristo (San Juan 8:46; 14:30) y sobretodo por el sacrificio en la cruz (Hebreos 9:22). En el Nuevo Testamento hay también la consecuencia que los redimidos son santos por su pertenencia a Dios. Y que deben comportarse de una manera consiguiente en su conducta por la acción del Espíritu Santo (1 Corintios 3:17; 2 Corintios 3:18; 1 Pedro 1:15).

Dios, por la sublimidad de su esencia, Su grandeza no solamente es grandeza de santidad y altura o poder, también es un Dios grande en amor y misericordia. Él es condescendiente del pecador humillando su corazón delante de él. Si Él dice de sí mismo: “Yo habito en la altura y la santidad”, aunque parezca incomprensible, Dios también habita con “el quebrantado y humilde de espíritu”.

Éste es aquella persona, a la que con seguridad Cristo se refirió de la siguiente manera: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos” (San Mateo 5:3). Aún más, la Palabra de Dios nos asegura que “cercano está Jehová a los quebrantados de corazón, y salvará a los contritos de espíritu” (Salmo 34:18). Sí, Dios no está lejano allá en las alturas de los cielos; en su santidad, Dios no está inaccesible ni distante de todos aquellos pecadores que con humildad y arrepentimiento claman por misericordia.

La Palabra del Señor afirma que Dios habita “con el quebrantado y humilde de espíritu, para hacer vivir el espíritu de los humildes, y para vivificar el corazón de los quebrantados”, éstas palabras están dirigidas a los que “atentos a su verdadera situación y susceptibles a la influencia del Espíritu de Dios, se humillan delante de Dios con corazón contrito. Pero Dios no puede ofrecer la paz a los que no quieren escuchar el reproche divino, que son voluntarios e indóciles, y que se han dispuesto continuar en sus propios caminos. No puede curarlos porque no quieren reconocer que necesitan curación. Dios declara de la verdadera condición de ellos: “Los impíos son como el mar en tempestad, que no puede estarse quieto, y sus aguas arrojan cieno y lodo”- Isaías 57:20.” (Carta 106, 1896).

Dios es santo y no puede estar de ninguna forma junto con los pecadores; pero en su infinito amor, Él es capaz de habitar con el pecador arrepentido para darle vida espiritual, siendo que éste último está “muerto en sus delitos y pecados”.

Dios es amor, y por este atributo hermoso que posee es como llegamos a estar en su presencia como quienes nunca pecaron, justificados y amparados por la sublime gracia de nuestro Salvador Jesucristo. ¡Oh, infinita gracia! ¡Oh, incomprensible amor! ¡Oh, divina misericordia! ¡Alabado sea Dios! ¡Aleluya!

“Ten compasión de mí, Oh Dios, conforme a tu amante bondad; conforme a tu inmensa ternura, borra mis transgresiones. Lávame a fondo de mi maldad, y límpiame de mi pecado. Porque reconozco mis transgresiones, y mi pecado está siempre delante de mí. Contra ti, contra ti solo he pecado, e hice lo malo ante tus ojos, pues tú eres justo cuando hablas, y sin reproche cuando juzgas. En cambio, en maldad nací yo, y en pecado me concibió mi madre. Pero tú amas la verdad en lo íntimo, y en lo secreto me ayudas a reconocer la sabiduría.

Purifícame con hisopo, y seré limpio. Lávame, y seré más blanco que la nieve. Hazme oír gozo y alegría, y se recrearán los huesos que abatiste. Esconde tu rostro de mis pecados, y borra todas mis maldades. Oh Dios, crea en mí un corazón limpio, y renueva un espíritu recto dentro de mí. No me eches de tu presencia, y no retires de mí tu Santo Espíritu. Devuélveme el gozo de tu salvación, y sostenme con un espíritu dispuesto. Entonces enseñaré a los transgresores tus caminos, y los pecadores se convertirán a ti. Líbrame de homicidios, Oh Dios, Dios de mi salvación; y mi lengua cantará tu justicia. Señor, abre mis labios, y mi boca publicará tu alabanza” (Salmos 51:1-15).

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