La vida de los primeros cristianos

El autor(a) Pastor Marcelo Solis, Graduado en la Universidad de Costa Rica.

Categoría: Sermones y Bosquejos

Texto Clave: Hechos 2:43-47.

Todo tenían en común

"Y sobrevino temor a toda persona; y muchas maravillas y señales eran hechas por los apóstoles. Todos los que habían creído estaban juntos, y tenían en común todas las cosas; y vendían sus propiedades y sus bienes, y lo repartían a todos según la necesidad de cada uno. Y perseverando unánimes cada día en el templo, y partiendo el pan en las casas, comían juntos con alegría y sencillez de corazón, alabando a Dios y teniendo favor con todo el pueblo. Y el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos".

  1. Temor a Jehová.

  2. Maravillas y señales.

  3. Los que habían creído estaban juntos.

  4. Tenían en común todas las cosas.

  5. Repartían a cada uno según su necesidad.

  6. Estaban unánimes y perseveraban.

  7. Tenían alegría y sencillez de corazón.

  8. Alababan a Dios con sus vidas.

  9. Tenían un sentimiento de servicio y amor al prójimo.

  10. Dios añadía nuevas almas cada día a Su iglesia.

"Pero recibiréis poder cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra". (Hechos 1:8-9).

A lo largo de esta meditación de la Palabra del Señor podemos ver no sólo qué características tenían los primeros cristianos, sino las características que debemos tener como pueblo escogido del Señor. Sin embargo, detengámonos a analizar un poco más en profundidad los pasos que desarrollan los versículos de Hechos 2, que acabamos de leer en nuestras biblias.

Ante todo, se notaba en los hermanos el temor a Jehová, el espíritu compungido, y la necesidad de un cambio en sus vidas. Es por eso que, en los versículos anteriores, le preguntan a Pedro y a los otros apóstoles: “Varones hermanos, ¿qué haremos?” Y Pedro les dice: “Arrepentíos, y bautícese cada uno de vosotros en el nombre de Jesucristo para perdón de vuestros pecados (...)”.

Se ve aquí una clara conciencia del error que habían cometido al rechazar a Jesús como el Mesías prometido. Asumen su error, es decir, admiten su pecado y buscan ansiosos una solución. Aceptan su condición actual, pero no se conforman con quedarse en dicha condición, sino que deciden buscar el consejo de los apóstoles, buscan el consejo Divino y sienten la necesidad de un cambio total en sus vidas.

He aquí el primer y único paso que el Señor espera ansioso que demos para actuar en nosotros con su Santo Espíritu: tomar conciencia del error y decidir buscar el consejo divino. Aceptar los designios del Señor para nosotros y aprender a escuchar la voz de Dios con humildad.

Dice la Palabra del Señor que cuando los primeros cristianos manifestaron el temor de Jehová en sus corazones, versículos 43 al 47: maravillas y señales fueron hechas, los que habían creído estaban juntos, tenían en común todas las cosas, repartían a cada uno según su necesidad, estaban unánimes y perseveraban en la fe, tenían alegría y sencillez de corazón, alababan a Dios con sus vidas y tenían un sentimiento de servicio y amor hacia el prójimo. Y continúa diciendo que entonces el Señor añadía cada día a la iglesia los que habían de ser salvos.

Y aquí vamos a detenernos un poquito para reflexionar acerca de nuestra situación actual. Hoy día, como iglesia de Dios, tenemos el deseo ferviente de que el Espíritu Santo sea derramado sobre nosotros como lo fue en los tiempos de lo que llamamos “lluvia temprana”. Hoy día sentimos la necesidad de un reavivamiento a nivel eclesiástico y sabemos que es nuestro deber ir y predicar el evangelio a todo el mundo. Sin embargo, notemos cuán amplia es la brecha que nos separa de nuestros primeros hermanos cristianos. Y no sólo estoy hablando de la brecha histórica, sino de las diferencias que salen a la luz a simple vista.

¿Será que tenemos nosotros todo en común? ¿Será que alabamos a Dios con nuestro testimonio diario o sólo somos adventistas del día séptimo? ¿Es que acaso tenemos compasión de los más necesitados y repartimos nuestro pan y nuestros bienes con el prójimo con alegría y sencillez del corazón? ¿Estaremos verdaderamente unánimes y perseverando en la fe? ¿Y será muy desubicado de mi parte preguntarles si se manifiesta en cada uno de ustedes el sentimiento de servicio de un verdadero creyente?

No nos apresuremos a responder, sino dejemos que la solución venga del Señor... Como seres humanos descendientes de Adán y Eva, tenemos tendencia al pecado. Tenemos tendencia al prejuicio, a la discordia, a las desavenencias, al enojo, a la mentira, a la infidelidad; tendencias egoístas que nos llevan a enfocar la vista en nosotros mismos, en lo que necesitamos, en lo que precisaremos más adelante, y en lo que por si acaso llegáramos a necesitar después. Y pregunto entonces: ¿cómo pues podremos llegar a semejarnos al ejemplo bíblico de los primeros cristianos? ¿Podemos?

Sí, podemos, pero no con nuestra propia fuerza, no por nuestro propio impulso ni por una tendencia natural. Busquemos en nuestras biblias la epístola de Pablo a Tito, capítulo 3, versículos del 1 al 5. “Recuérdales que se sujeten a los gobernantes y autoridades, que obedezcan, que estén dispuestos a toda buena obra. Que a nadie difamen, que no sean pendencieros, sino amables, mostrando toda mansedumbre para con todos los hombres. Porque nosotros también éramos en otro tiempo insensatos, rebeldes, extraviados, esclavos de concupiscencias y deleites diversos, viviendo en malicia y envidia, aborrecibles y aborreciéndonos unos a otros”. Ahora sí que nos vamos sintiendo más identificados, ¿no es así? A ver, sigamos leyendo para ver si nos da la solución a nuestro problema. “Pero cuando se manifestó la bondad de Dios nuestro Salvador, y su amor para con los hombres, nos salvó, no por obras de justicia que nosotros hubiéramos hecho, sino por su misericordia, por el lavamiento de la regeneración y por la renovación en el Espíritu Santo”.

Pero detengámonos aquí. Dice que Jesús nos salvó no por nuestras obras, sino por su misericordia.

Noten hermanos que Dios misericordioso tenemos que no nos da lo que merecemos sino lo que Él quiere darnos en su amor y sabiduría. ¡Qué injusto sería Dios si juzgara como los hombres! Pero gracias a Él porque es justo y misericordioso a la vez. Y continúa diciendo que no sólo tuvo misericordia de nosotros, sino que nos mandó a su Santo Espíritu para que nos regenere, para que nos transforme y renueve nuestros corazones.

Si leemos en el capítulo 2, los versículos 11 al 14 nos dicen: “Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras”. Ah! Ahora sí que estamos encontrando la solución a nuestro problema ¿no creen?

Entonces repasemos: los primeros cristianos poseían el verdadero temor de Jehová, el respeto al Señor, el sentimiento de indignidad que nos invade cuando comprendemos con cuán grande amor Dios nos amó y nos ama. Es así como aceptamos nuestros errores, tomamos conciencia de nuestras debilidades y admitimos que no somos tan perfectos como habíamos creído en un principio; entonces le pedimos a Él que haga la obra transformadora en nuestros corazones. Decidimos entregarle nuestra voluntad al Señor para que su voluntad sea hecha una hermosa realidad en nuestras vidas.

Una vez que decidieron entregar su voluntad al Señor, Él se manifestó con poder, obrando maravillas y señales, juntando a los que habían creído, poniendo en ellos el sentimiento de unidad y de compañerismo, quitando de ellos el egoísmo y la avaricia y poniendo en sus corazones dadivosidad y amor para con el prójimo, manteniéndolos unánimes en espíritu y perseverantes en la fe, otorgándoles alegría y sencillez de corazón y manifestando en ellos los frutos del mismo Espíritu Santo para que diesen testimonio de la Misericordia y la bondad de Dios con sus propias vidas.

Volvamos ahora a la última parte del versículo 47 de Hechos 2. Dice allí: “Y el Señor añadía cada día a la iglesia a los que habían de ser salvos”. Notemos quién es el que añade a la iglesia. Quién es el que nos llama, quién se encarga de convencernos de pecado, de justicia y de juicio. Quién está ávido de aprovechar nuestra decisión a favor de Dios para transformar nuestros corazones en forma progresiva.

Es el Señor quien pone en nosotros así el querer como el hacer su voluntad, es Dios mismo quien se encarga de buscarnos y de traernos de vuelta al redil porque es su obra y Él es el principal interesado en que el sacrificio de Jesús en la cruz del Calvario no haya sido en vano, pero nos deja a nosotros el decidir hacer su voluntad santa y ser así utilizados como humildes instrumentos en sus manos de amor.

En la parábola de la oveja perdida, Cristo enseña que la salvación no se debe a nuestra búsqueda de Dios, sino a su búsqueda de nosotros. “No hay quien entienda, no hay quien busque a Dios; todos se apartaron”. No nos arrepentimos para que Dios nos ame, sino que Él nos revela su amor para que nos arrepintamos.

“Habrá más gozo en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento”. “Vosotros, los fariseos, dijo Cristo, os consideráis como los favoritos del cielo. Pensáis que estáis seguros en vuestra propia justicia. Sabed, por lo tanto, que si no necesitáis arrepentimiento, mi misión no es para vosotros (...)”. (Palabras de Vida del Gran Maestro página 148).

“Levantaos e id a vuestro Padre. Él os saldrá al encuentro muy lejos. Si dais arrepentidos, un solo paso hacia Él, se apresurará a rodearos con sus brazos de amor infinito. Su oído está abierto al corazón del alma contrita. Él conoce el primer esfuerzo del corazón para llegar a Él. Nunca se ofrece una oración, aún balbuceada, nunca se derrama una lágrima, aún en secreto, nunca se acaricia un deseo sincero, por débil que sea, de llegar a Dios, sin que el Espíritu de Dios vaya a su encuentro. Aún antes de que la oración sea pronunciada, o el anhelo del corazón sea dado a conocer, la gracia de Cristo sale al encuentro de la gracia que está obrando en el alma humana”.

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